Sueños de libertad (Capítulo 419) No puedo perder otra persona la que lo sé

La tormenta se cernía sobre el pueblo, oscureciendo el cielo y trayendo consigo un aire de inquietud. María se encontraba en la orilla del río, observando cómo las aguas turbulentas arrastraban hojas y ramas, reflejando el caos que reinaba en su corazón. La noticia del accidente de Andrés había llegado como un rayo, desgarrando su mundo y dejándola en un estado de desesperación. No podía perder a otra persona que amaba.

Capítulo 419

Andrés había sido su ancla en los momentos más oscuros de su vida. Desde que se conocieron, él siempre había estado a su lado, brindándole apoyo y amor incondicional. Pero ahora, su vida pendía de un hilo, y la incertidumbre la consumía. Cada segundo que pasaba sin noticias de él era una tortura, y la ansiedad la mantenía despierta por las noches.

Mientras el viento aullaba a su alrededor, María recordó la última conversación que había tenido con Andrés. Habían estado planeando un futuro juntos, soñando con un hogar, con hijos, con una vida plena. Todo eso parecía desvanecerse como el humo. “No puedo perderlo”, murmuró para sí misma, sintiendo que las lágrimas comenzaban a brotar de sus ojos.

De repente, su teléfono sonó, rompiendo el silencio. María se apresuró a contestar, con la esperanza de que fuera una buena noticia. “¿Hola?”, dijo, su voz temblando.

“María, soy el doctor Hernández”, respondió una voz grave al otro lado de la línea. “Necesito que vengas al hospital. Hay información sobre Andrés”.

El corazón de María se detuvo por un instante. “¿Está bien? ¿Qué le ha pasado?”, preguntó, sintiendo que la angustia la ahogaba.

“Es complicado. Te explicaré todo cuando llegues”, dijo el doctor, y la llamada se cortó.

Sin pensarlo dos veces, María corrió hacia el hospital, sus pensamientos desbordados de miedo y preocupación. Cada paso que daba era un recordatorio de lo mucho que significaba Andrés para ella. No podía imaginar su vida sin él. La idea de perderlo era insoportable.

Al llegar al hospital, el ambiente era frío y clínico, pero María se sintió como si estuviera en un laberinto de emociones. Se dirigió rápidamente a la sala de emergencias, donde encontró al doctor Hernández esperando. Su expresión era seria, lo que solo aumentó su ansiedad.

“¿Dónde está Andrés?”, preguntó María, tratando de mantener la calma.

“Está en la sala de cuidados intensivos”, respondió el doctor. “Sufrió un accidente grave y ha estado en coma desde que llegó. Necesitamos hablar sobre su estado”.

Las palabras resonaron en su mente como un eco aterrador. “¿Coma? ¿Qué significa eso? ¿Hay esperanza?”, inquirió, su voz quebrándose.

“Estamos haciendo todo lo posible, pero su situación es crítica. Necesitamos que tomes decisiones sobre su tratamiento”, explicó el doctor, evitando su mirada.

María sintió que el mundo se desmoronaba a su alrededor. “¿Decisiones? ¿Por qué? ¡Él no puede dejarme así!”, exclamó, sintiendo la desesperación apoderarse de ella.

“María, debes entender que la situación es delicada. Si no hay mejoras, podríamos tener que considerar otras opciones”, dijo el doctor, su tono firme pero compasivo.

“No, no puedo perderlo. No puedo perder a otra persona que amo”, gritó, sintiendo que las lágrimas caían por sus mejillas. “Andrés es todo para mí. ¡No lo dejaré ir!”

El doctor la miró con tristeza. “Entiendo tu dolor, pero debemos ser realistas. Necesitamos tu consentimiento para proceder con el tratamiento. Es una decisión difícil, pero es necesaria”.

María se sintió atrapada entre la realidad y sus deseos. Sabía que debía ser fuerte, pero el miedo la paralizaba. “¿Y si hay una oportunidad? ¿Y si despierta?”, preguntó, su voz apenas un susurro.

“Si hay una posibilidad, la aprovecharemos. Pero no podemos garantizar nada”, respondió el doctor, y María sintió que su corazón se rompía en mil pedazos.

Con la mente nublada por la angustia, María decidió que debía ver a Andrés. Se dirigió a la sala de cuidados intensivos, donde lo encontró yaciendo en la cama, rodeado de tubos y monitores que pitaban rítmicamente. Su rostro estaba pálido, y la imagen de su amado en ese estado la llenó de una tristeza profunda.

Se acercó a él, tomando su mano entre las suyas. “Andrés, por favor, lucha. No puedes dejarme. Te necesito aquí. No puedo perderte”, dijo, su voz temblando de emoción. “Recuerda todos nuestros sueños. Recuerda lo que hemos construido juntos”.

Mientras hablaba, las lágrimas caían libremente por su rostro. “No quiero enfrentar un futuro sin ti. Eres mi razón de ser, y no puedo imaginar mi vida sin tu risa, sin tus abrazos. Por favor, vuelve a mí”.

El tiempo parecía detenerse mientras María se aferraba a la esperanza. En su corazón, sabía que debía luchar por él, que no podía rendirse. “Voy a hacer todo lo que esté en mis manos para que despiertes. No te dejaré ir”, prometió, sintiendo una oleada de determinación.

Pasaron las horas, y María se quedó a su lado, sin apartar la mirada de él. Recordó los momentos felices que habían compartido, las risas, las aventuras, y cómo cada día se sentía más cerca de él. “Andrés, eres el amor de mi vida. No puedo perderte. Te necesito”, susurró, esperando que sus palabras llegaran a su inconsciente.

De repente, el monitor comenzó a pitar con más fuerza, y María sintió que su corazón se aceleraba. “¿Qué está pasando?”, gritó, llamando a las enfermeras. Ellas entraron rápidamente, y María se sintió impotente mientras observaba cómo se movían con rapidez.

El doctor Hernández apareció de nuevo, su rostro serio. “Vamos a hacer todo lo posible. Necesitamos estabilizarlo”, dijo, y María sintió que el miedo se apoderaba de ella nuevamente.

“¡No, por favor! ¡Andrés, lucha!”, clamó, sintiendo que su voz se perdía en el caos que la rodeaba.

Los minutos se convirtieron en eternidad, y María se sintió atrapada en un torbellino de emociones. La esperanza y el miedo se entrelazaban, y cada pitido del monitor era un recordatorio de lo frágil que era la vida. “No puedo perderte. No puedo perder a otra persona que amo”, repetía en su mente, como un mantra desesperado.

Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, el monitor comenzó a estabilizarse. María contuvo la respiración, esperando que el doctor diera alguna señal de que todo estaba bien. “¿Está bien? ¿Andrés va a despertar?”, preguntó, su voz llena de ansiedad.

El doctor la miró con una mezcla de alivio y preocupación. “Hemos logrado estabilizarlo, pero aún es pronto para saber si despertará. Debemos esperar y observar”, respondió, y María sintió que la esperanza se encendía en su corazón.

“Entonces esperaré. No me iré de su lado”, dijo con firmeza, decidida a estar presente en cada momento. Sabía que la lucha no había terminado, pero estaba dispuesta a enfrentar cualquier desafío. No podía perder a Andrés. No podía perder a otra persona que amaba.

Con esa determinación, se sentó junto a su cama, aferrándose a su mano. “Voy a estar aquí, siempre. Te amo, Andrés. Despierta pronto”, susurró, mientras las lágrimas caían por su rostro. La tormenta afuera continuaba, pero en su corazón, María sabía que la verdadera batalla apenas comenzaba.