María evita que Luz y Begoña descubran que tiene sensibilidad en las piernas – Sueños de Libertad

La escena arranca con una pregunta cargada de humanidad, pero también de tensión contenida: “Adelante, María, ¿cómo te encuentras?”. La respuesta de la joven, con un tono entre resignado y amargo, refleja su realidad: “Más o menos igual que cuando viniste a verme hace menos de una semana”. Un golpe seco de sinceridad que deja claro que su situación apenas ha cambiado, pese al esfuerzo y a las esperanzas de quienes la rodean.

La doctora, que había pasado por la zona para atender otro caso, decide aprovechar para visitar a María. Lo hace con profesionalidad, pero también con interés genuino por su evolución. Le pregunta con suavidad por la clínica de rehabilitación, los ejercicios, las rutinas. María explica que está repitiendo los mismos movimientos que hacía antes con Olga, solo que ahora con el apoyo de aparatos especializados. Reconoce que eso le ayuda, aunque también le deja dolores musculares intensos en la espalda y en los brazos. No son molestias menores, sino agujetas que le recuerdan cada día el esfuerzo que implica la rehabilitación.

La doctora se muestra atenta y le pide permiso para hacerle un reconocimiento más detallado. Explica que, la última vez, se centró principalmente en la dolencia de la espalda y no tanto en el estado de sus piernas. Pero María corta de raíz cualquier ilusión: “Puedo decirte yo misma cómo están: muertas. Tan muertas que es muy difícil pensar en que pueda volver a tener la misma vida de antes, por mucha rehabilitación que haga”. Sus palabras son un reflejo de su frustración, de un sentimiento que la acompaña constantemente: la desesperanza.

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Intentando suavizar el golpe, la doctora le dice que con el tiempo se acostumbrará a la silla de ruedas, como otros pacientes. Pero la respuesta de María es punzante: “Ya lo dices por experiencia, ¿no?”. El reproche deja en evidencia la distancia entre quien vive la discapacidad en carne propia y quien la observa desde fuera. La doctora intenta excusarse, aclarando que solo repite lo que ha escuchado en otros casos.

El reconocimiento continúa. Le toma la tensión, que resulta estar bien. Luego examina su postura, sus cervicales, y confirma que sus brazos están fuertes, una señal de que los ejercicios están dando resultado. Hasta ese punto, todo parece rutinario, pero pronto llega el momento más delicado: las pruebas de sensibilidad en las piernas.

María reacciona con dureza, casi con indignación: “¿Qué? Pero si sabes perfectamente que no siento absolutamente nada”. La doctora intenta justificar su decisión: aunque ahora no haya sensibilidad, es necesario comprobar periódicamente si existe algún tipo de recuperación nerviosa. A veces, los cambios ocurren de manera mínima y lenta, y solo con revisiones constantes pueden detectarse.

La paciente no entiende por qué no se lo hicieron antes. La doctora confiesa que, en la última visita, su prioridad fue convencerla de asistir a la clínica, más que insistir con pruebas que en ese momento no habrían cambiado nada. Ahora, en cambio, insiste en que se trata de un procedimiento sencillo, pero necesario. Con voz calmada le pide que suba la falda para poder examinarla.

El ambiente se llena de incomodidad. La música que acompaña la escena refuerza la tensión del momento. Se realizan las pruebas de sensibilidad y reflejos, pero los resultados son desoladores: nada. La ausencia absoluta de respuesta confirma los peores temores de María, que se siente humillada, vulnerable y enfadada. Con un estallido de rabia, grita que esa “tortura” no tiene sentido y exige que la dejen en paz. Ordena a las dos presentes que salgan inmediatamente de la habitación.

El silencio que sigue a su orden pesa como una losa. La doctora intenta disculparse, aclarando que no era su intención molestarla ni mucho menos herirla. Pero María ya no escucha razones: su dignidad se siente ultrajada, y la sensación de que su cuerpo se convierte en objeto de estudio es más fuerte que cualquier argumento médico.

Sin embargo, detrás de esa rabia se esconde algo más. Se revela que, para ocultar la ausencia total de sensibilidad, se está utilizando un anestésico. La estrategia consiste en hacer creer que no siente nada porque está medicada, no porque su parálisis sea absoluta e irreversible. Así, quienes la examinan no sospechan nada extraño. El engaño es cruel pero necesario: si se negara a las pruebas o si mostrara demasiada resistencia, levantaría sospechas que podrían perjudicarla aún más.

La tensión emocional alcanza su punto máximo cuando le preguntan si está preparada para dejarse examinar una vez más. El dilema es brutal: aceptar el procedimiento, aun sabiendo que será otra confirmación de su incapacidad, o rebelarse y cargar con las consecuencias. En ese instante, María siente que está atrapada, sin salida, obligada a aceptar una situación que la hiere profundamente.

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La escena muestra la crudeza de su lucha interior. Por un lado, la frialdad clínica de las pruebas médicas, que reducen su vida a datos y diagnósticos. Por otro, la voz de su dignidad, que grita por ser respetada como persona y no solo como paciente. La silla de ruedas, el dolor de espalda, la pérdida de sensibilidad, todo se convierte en símbolos de una batalla diaria que no se libra solo en el cuerpo, sino también en el alma.

El spoiler deja claro que lo que está en juego no es solo la rehabilitación física de María, sino también su capacidad de aceptar una nueva identidad marcada por la discapacidad. Cada palabra, cada gesto, cada prueba refuerza esa lucha entre lo que fue y lo que es, entre la vida que perdió y la que se ve obligada a construir.

El final queda abierto, con un sentimiento agridulce: por un lado, la certeza de que su cuerpo sigue sin responder; por otro, la idea de que, pese a la humillación y la rabia, aún existe una posibilidad de adaptación, de encontrar fuerza en medio de la fragilidad. El episodio no ofrece respuestas fáciles, pero sí plantea preguntas profundas: ¿hasta qué punto la rehabilitación puede devolver la esperanza? ¿Y cuánto de esa esperanza depende más de la mente que del cuerpo?

Así se cierra este fragmento, dejando a María sola con sus pensamientos, en un silencio pesado, entre la resignación y la furia, entre la impotencia y el deseo de no rendirse del todo.