Damián no va a permitir la entrada de un socio ajeno a la familia – Sueños de Libertad

El silencio del amanecer se rompe con pasos apresurados y un reencuentro inesperado. “Padre, ¿no me ha avisado usted de que iba a venir?”, pregunta el hijo, sorprendido al verlo cruzar la puerta del taller destruido. “Ni yo mismo sabía que iba a venir hasta hace un rato”, responde el hombre con voz grave, cansada. Lo que debía ser un día de evaluación técnica se transforma en una conversación que huele a ruina y orgullo. El representante del seguro acaba de marcharse, dejando tras de sí un aire de incertidumbre.

“Ese hombre era del seguro”, confirma el padre. “Así es”, replica su hijo, con los brazos cruzados, observando el panorama devastado que antes fue el corazón de la empresa familiar. El olor a humo y metal quemado aún flota en el aire. “¿Y cómo lo ves?”, pregunta el padre, aunque teme la respuesta. “Complicado”, admite el hijo. “No tenemos buena fama después de la desaponificación. Evaluar los daños a simple vista es casi imposible. He ordenado limpiar toda esta zona para empezar la reconstrucción y voy a ponerlo como prioridad. No podemos seguir así.”

El padre asiente con un gesto que mezcla resignación y orgullo herido. “Gracias, hijo.” La conversación cambia de tono cuando menciona a Andrés, el hombre que luchaba por su vida en el hospital. “¿Cómo está Andrés?”, pregunta el padre. “Igual”, contesta el hijo. “Para bien o para mal, no ha habido cambios después de la operación.” Ambos guardan silencio unos segundos. “En cuanto pueda, iré a verle.” Pero el padre, con una mirada de preocupación paternal, le corta: “Bastante tienes con lo que tienes aquí, hijo. Gracias.”

Avance del próximo capítulo de Sueños de libertad: Damián está decidido a  mover las fichas para recuperar el control de la perfumería

Y ahí, entre el polvo y los escombros, llega la inevitable pregunta: “Todavía no entiendo cómo ha podido ocurrir este desastre.” El hijo suspira, cansado de repetir la misma explicación una y otra vez. “El vaso de expansión de la caldera no funcionaba correctamente. Estábamos esperando el repuesto, pero mientras tanto la caldera seguía sobrecalentándose. La presión aumentó sin control, y los indicadores no marcaban nada. Parecía otra avería, pero era una bomba de tiempo.” El padre niega con la cabeza, incrédulo. “Eso es rarísimo.” “Eso mismo dijo el pobre Benítez antes del accidente”, responde su hijo, con una sombra de tristeza en la voz.

La tragedia técnica se mezcla con un drama económico más profundo. “Hijo, he estado revisando las cuentas —dice el padre, sacando unos papeles arrugados del bolsillo— y no sé cómo lo ves tú, pero hasta que no nos pague el seguro…” El hijo lo interrumpe con crudeza: “Eso si nos pagan.” Las palabras se clavan como una daga. La situación es peor de lo que ambos quieren admitir. “Necesitamos dinero para todo esto, padre. No hay un solo accionista dispuesto a asumir un aumento de capital. Lo hablamos esta mañana en la reunión: estamos al límite.”

El padre, fiel a su carácter orgulloso y testarudo, pregunta con voz dura: “¿Alguna solución?” El hijo no titubea: “Buscar dinero como sea. Si no, seguiremos acumulando deuda. Los trabajadores siguen cobrando, pero no estamos produciendo nada. La única opción real es ofrecer parte de las acciones de la empresa a alguien de fuera.”

La frase cae como un relámpago. El padre se yergue, indignado. “¡Por encima de mi cadáver! Esto es todo lo que tengo.” El hijo intenta razonar: “Padre, lo podemos perder todo.” Pero él golpea la mesa con fuerza. “¡Ni hablar! Es mi legado y no voy a dejar que acabe en manos desconocidas. Bastante error cometimos dejando a Pedro entrar en la empresa. No volverá a pasar.”

La tensión entre generaciones se vuelve casi insoportable. El hijo intenta mantener la calma: “Hablaré con los bancos.” Pero el padre lo corta, con amargura. “Los bancos no han querido trabajar con nosotros ni después de la desaponificación ni con el maldito balneario. No nos van a ayudar.”

El peso del fracaso flota entre ellos. Durante años, la familia construyó con esfuerzo un nombre que ahora se desmorona por una cadena de errores, malas decisiones y orgullo. El padre, sin embargo, se niega a aceptar la derrota. “Lucharé con uñas y dientes. Y si finalmente no nos financian, pediré ayuda a quien sea.” Su mirada es dura, casi temeraria. “Pero no voy a permitir que nadie ajeno a esta familia vuelva a entrar en la empresa. ¿Entendido?”

El hijo asiente, pero en su interior sabe que el tiempo de la resistencia ciega se acaba. Las deudas crecen, los seguros dudan, y el accidente de Andrés ha terminado de hundir la reputación del negocio. La fábrica, antaño símbolo de orgullo y prosperidad, ahora parece un cementerio industrial cubierto de polvo.

Fuera, la música melancólica de una radio rota acompaña la escena. El padre se queda mirando el horizonte a través de los ventanales rotos, como si aún viera un futuro posible. “Esta empresa la levantó mi padre con sus manos”, murmura. “No voy a dejar que desaparezca.” El hijo lo observa en silencio, dividido entre el amor filial y la razón. Sabe que mantener viva la empresa a cualquier precio puede significar perderlo todo, incluso la unidad familiar.

Damián le confiesa a sus hijos que su sobrino Gabriel, del que no sabía de  su existencia, quiere conocerle: “Somos su única familia”

La conversación termina, pero las palabras quedan flotando en el aire como un juramento. Ambos hombres saben que lo que está en juego no es solo dinero ni ladrillos, sino la dignidad de un apellido. Y en ese mundo donde el orgullo pesa más que la lógica, los sacrificios siempre llegan demasiado tarde.

Mientras los trabajadores limpian los restos del siniestro, el padre se encierra en su despacho y abre un cajón que había mantenido cerrado desde hacía años. Dentro, una carpeta vieja con sellos bancarios y un nombre que nunca quiso volver a ver: el de un antiguo socio que podría ser la única salvación… o la condena definitiva.

El hijo, ajeno a ese gesto, sale al exterior y contempla la fábrica. Los obreros trabajan en silencio, conscientes de que cada golpe de martillo podría ser el último. El eco de las palabras del padre retumba en su mente: “No dejaré que nadie ajeno vuelva a entrar en la empresa.”

Pero en el fondo, ambos saben que el enemigo ya está dentro: la deuda, la desesperación y la terquedad que consume a los hombres cuando el poder se confunde con el amor a la familia.

Y así, entre la esperanza de reconstruir y el miedo a perderlo todo, padre e hijo se preparan para una batalla que no solo se librará en los despachos, sino también en sus propios corazones. Porque cuando el orgullo se convierte en herencia, cada decisión puede ser la última piedra de un legado… o el comienzo de su ruina definitiva.