¡ARRASADO! Don Pedro no le deja ningún bien a Digna – Sueños de Libertad

La lectura del testamento de don Pedro Carpena marcó uno de los momentos más tensos y reveladores en la colonia De la Reina. Con solemnidad, el notario Díaz Romero se encargó de leer, palabra por palabra, las disposiciones finales de quien fuera una de las figuras más respetadas y también más complejas de la comunidad. La expectación era grande, pues todos sabían que aquel documento no solo determinaría el reparto de bienes, sino también el reconocimiento —o el olvido— de relaciones personales y deudas emocionales que habían quedado pendientes durante años.

La primera sorpresa vino con la mención de Mateo. Don Pedro, en honor al amor y la lealtad que ese joven había demostrado en vida, dispuso que Díaz Romero recibiera un sueldo vitalicio de 9000 pesetas mensuales. La suma era significativa, suficiente para garantizarle una vida sin penurias y con la posibilidad de formar una familia con estabilidad. El notario leyó con voz firme que el gesto era una forma de agradecer su fidelidad, pero también de asegurarle un futuro próspero. Fue un reconocimiento que desató un murmullo en la sala, pues no todos esperaban que Mateo recibiera semejante legado.

La segunda heredera nombrada fue doña Cristina Ricarte Gil de Pozas, sobrina del difunto. En un tono que mezclaba afecto y arrepentimiento, Pedro explicó que, a pesar de las dificultades que los habían distanciado en el pasado, siempre la había querido profundamente. Como forma de compensar los años de ausencia, le dejaba todas sus acciones en Perfumerías De la Reina. Con este gesto, no solo le aseguraba una posición económica sólida, sino que la colocaba en el centro de las decisiones de la empresa familiar, un movimiento que podría alterar los equilibrios de poder dentro del negocio. Cristina, sorprendida, reaccionó con humildad. Entre lágrimas, admitió no sentirse merecedora de semejante herencia y recordó que su vocación era la química, no la gestión empresarial. Sin embargo, aquel acto dejaba en claro que, para Pedro, ella representaba el futuro de la compañía.

Posteriormente, la atención se centró en Irene Carpena Orestes, hermana de Pedro y una de las personas más cercanas a él. El testamento reveló que Pedro le dejaba su casa en Toledo, un refugio donde podría pasar sus últimos años cerca de su hija. Más allá de la propiedad en sí, aquel gesto era una muestra de afecto fraternal. Pero la sorpresa mayor fue cuando se anunció que Irene sería la heredera universal de todos sus bienes, derechos y acciones. En una sola cláusula, Pedro depositaba en ella la máxima confianza, otorgándole la responsabilidad de administrar lo que había construido en vida. Con ello, Irene se convertía en la figura central del legado de la familia Carpena.

Como último deseo, Pedro dejó constancia de su gratitud hacia las hermanas emilianas, quienes durante años habían cuidado de su familia. A ellas les entregó la casa de la calle Alfonso XI de Madrid, un inmueble cargado de historia y recuerdos. Fue un acto de generosidad hacia la comunidad religiosa que tantas veces había acompañado a los suyos.

Tras la lectura, el notario cerró el documento y la sala se sumió en un silencio espeso. La tensión pronto se rompió con la voz de Irene, quien, a pesar de haber sido favorecida con la mayor parte de la herencia, expresó su desacuerdo con algunas decisiones. Consideraba que la casa familiar debía pertenecer a Digna, la viuda de Pedro. Para Irene, era injusto que su cuñada quedara sin nada tangible tras la muerte de su marido. El gesto revelaba no solo empatía, sino también la conciencia de que el testamento podía despertar heridas y resentimientos difíciles de sanar.

Cristina, por su parte, reiteró su agradecimiento, aunque insistió en que no merecía las acciones de la empresa. Reconoció que lo suyo era la ciencia y no el mundo de los negocios. Su incomodidad reflejaba la compleja carga emocional de recibir un legado que llevaba consigo responsabilidades que quizás ella no deseaba asumir.

Pero el golpe más duro llegó con la revelación final: Digna, la viuda, no recibía ningún bien material. El notario aclaró que lo único destinado a ella era una carta personal escrita por Pedro, una misiva que debía leer en la intimidad. La noticia cayó como un jarro de agua fría entre los presentes. ¿Cómo era posible que la esposa del difunto quedara relegada de ese modo? Algunos lo interpretaron como un acto de frialdad, otros como una decisión calculada con motivos ocultos. Sea como fuere, el vacío patrimonial que dejaba a Digna no podía ocultar la dureza del gesto.

Con dignidad contenida, Digna pidió quedarse a solas para leer la carta. Su voz serena ocultaba un torbellino de emociones: sorpresa, dolor, desconsuelo y quizás, en algún rincón de su corazón, la esperanza de encontrar en esas palabras privadas una explicación o un consuelo que el testamento público le había negado. Los demás, con respeto, accedieron a su petición. Irene incluso le ofreció un café, como queriendo mitigar la crudeza de la situación.

El salón quedó dividido entre quienes celebraban los bienes recibidos y quienes no podían evitar sentirse incómodos por lo injusto del reparto. La lectura del testamento, lejos de cerrar una etapa, abrió nuevas tensiones en la colonia De la Reina. Los beneficiados se sentían abrumados por la responsabilidad y los desfavorecidos cargaban con la herida del despojo. En medio de todo, la figura de Digna se erigía como símbolo del sacrificio silencioso y del dolor de quienes, a pesar de haber compartido una vida con el difunto, eran dejados al margen de su legado.

Ese día, las últimas voluntades de don Pedro no solo repartieron bienes materiales. También destaparon secretos, injusticias y nuevas luchas que pondrían a prueba los lazos familiares y la resistencia de cada uno frente al peso de la herencia.