D. Damián De la Reina, aunque frágil y recién recuperado de su colapso, entró en la oficina principal de Perfumerías De la Reina con la dignidad de un rey desposeído. Apoyaba su peso en un bastón de caoba, pero la determinación en sus ojos era la misma que lo había convertido en el industrial más respetado de Ledesma.

Frente a él, sentada en lo que solía ser la silla de D. Damián, estaba Chloé Dubois. Ella no era solo una representante del consorcio francés, Brossard, sino la encarnación de la modernidad y la audacia. Vestía un traje de corte parisino, con el cabello recogido en un estilo impecable, y su expresión era de calma profesional, una armadura perfecta contra la furia.

D. Damián golpeó el suelo con su bastón. “¡Usted! ¡Usted es Chloé Dubois! ¡La artífice de esta invasión!”

Chloé se levantó, pero no con respeto, sino con una superioridad elegante. “D. Damián. Me alegra verlo en pie. Aunque le aconsejaría que se tome un descanso. Sus hijos ya han firmado los papeles. La compañía es nuestra.”

“¡Mi hijo firmó bajo engaño y desesperación!”, tronó Damián. “¡Y su socio, ese traidor de Gabriel Montiel, actuó como su topo! ¡Ustedes robaron nuestro negocio, nuestra historia!”

Chloé se acercó al borde de la mesa, sus ojos azules destellaban con una inteligencia calculadora. “D. Damián, Gabriel Montiel fue una pieza. Una pieza cara, sí. Pero la debilidad ya estaba aquí. Su hijo Jesús, con todo respeto, puso la empresa en una posición insostenible. Nosotros simplemente ofrecimos el rescate. Es el capitalismo, no la conspiración.”

“¡Mentira! ¡Ustedes buscan destruir la identidad de esta empresa! Lo he oído de mis antiguos empleados. Usted le ha ordenado a Tasio que despida a la mitad de la plantilla para ‘salvar’ los costos. ¡Usted está decapitando el alma de Perfumerías De la Reina!”

Chloé no se inmutó. “Tasio es un empleado eficiente, y sí, las reestructuraciones son necesarias. En Francia, las llamamos ‘ajustes de personal’. En España, a veces las confunden con la tiranía. Le aseguro, mi único objetivo es la rentabilidad. Y, francamente, D. Damián, su manera de manejar el negocio es arcaica.”

El insulto final golpeó a Damián con más fuerza que cualquier noticia financiera. Su legado, considerado como obsoleto por esta joven, fría mujer de negocios.

“Escúcheme bien, Mademoiselle Dubois,” dijo Damián, apoyándose en la mesa, su rostro peligrosamente cerca del de ella. “Usted puede haber comprado la mayoría. Puede tener la silla y los despachos. Pero hay algo que no puede comprar: la lealtad y el conocimiento que mis empleados y yo tenemos de este negocio y de esta tierra.”

“¿Es una amenaza?”, preguntó Chloé, su sonrisa era una línea fina y burlona.

“Es una declaración de guerra,” replicó Damián, su voz resonaba con una promesa feroz. “Usted ha despedido a mi gente, ha humillado a mi familia y ha destruido mi casa. Yo he construido esta empresa desde la nada. Y si cree que un papel firmado en París es el fin de los De la Reina, se equivoca. Usted está en mi territorio, y yo haré todo lo que esté en mi poder, legal e ilegalmente, para hacer de su rentabilidad un infierno.”

Chloé dio un paso atrás, por primera vez, un brillo de cautela apareció en sus ojos. Había subestimado la ferocidad del patriarca.

“Es una lástima que no tengamos una relación más cordial, D. Damián. Piense en todo lo que podríamos haber logrado juntos. Pero si quiere guerra, la tendrá. Y le advierto, no soy tan sentimental como sus hijos. Yo juego a ganar.”

En el momento en que Chloé salió del despacho, dejando un rastro de un perfume moderno y desconocido, Damián se desplomó en un sillón, jadeando por el esfuerzo. Se llevó la mano al pecho, pero la determinación era más fuerte que el dolor físico.

Esta no era una batalla por las acciones, sino por el alma de la empresa. Y D. Damián estaba dispuesto a dar su último aliento en ella.

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