Sueños de Librtad Cap 5 de Noviembre (¡Andrés recupera la memoria!¿Qué pasará con Begoña y Gabriel?)

Andrés abrió los ojos. La luz brillante y filtrada de la tarde caía sobre la sábana inmaculada del hospital, la misma sala donde su padre, D. Damián, había agonizado. Un dolor punzante le taladraba la sien, pero no era físico. Era el dolor de una memoria recuperada, de un torrente de imágenes que habían permanecido selladas en un rincón oscuro de su mente.

Estaba allí, aturdido, y la enfermera, que estaba ajustando el suero, se sobresaltó.

“¡Señor De la Reina! ¡Ha despertado! Llevaba casi una semana inconsciente tras el accidente en la fábrica.”

Andrés no la oyó. Estaba inmerso en el caos de su mente. El recuerdo había vuelto con la fuerza de un golpe brutal, un flashback vívido y aterrador.

Vio la discusión con Gabriel en el muelle del río, la noche antes de que los franceses tomaran el control total. Vio a Gabriel, no como el hombre noble y atormentado que Begoña defendía, sino como un depredador sonriente, con los documentos de la venta a los franceses en la mano.

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“Lo siento, Andrés. Es el juego. Y el juego se gana con la información correcta. Tu querida Begoña me la dio, creyendo que me amaba.”

Luego, el recuerdo más devastador: el accidente. No había sido un simple resbalón. Había sido Gabriel, empujándolo con una fuerza fría y calculada hacia la maquinaria.

“Dile adiós a tu legado, Andrés. Y a tu memoria.”

Andrés se levantó de golpe, ignorando el dolor. La enfermera gritó de alarma.

“¡No! ¡Tengo que irme!”, rugió Andrés. La amnesia había sido una bendición y una tortura, protegiéndole de la verdad, pero paralizándolo ante la inminente venganza. Ahora, la verdad era un fuego que quemaba su alma.

“¡El señor Gabriel Montiel es un traidor!”, gritó, la voz ronca. “¡Él destrozó a mi familia! ¡Y él me hizo esto!”


Begoña, ajena al despertar de Andrés, se encontraba en el jardín de la antigua mansión De la Reina, ahora bajo control corporativo francés, empacando los pocos objetos personales que los nuevos dueños les permitían llevarse. Su corazón estaba destrozado por la traición empresarial de Jesús y el posterior y frío abandono de Gabriel, quien, sintiéndose descubierto, había desaparecido de Ledesma.

Marta se acercó, su rostro marcado por la crueldad satisfecha que el despertar de Andrés había avivado en la familia.

“¿Pensando en tu amante, Begoña?”, preguntó Marta con sarcasmo. “El que usó a nuestra familia como peón de ajedrez para vendernos a los franceses.”

“Cállate, Marta,” replicó Begoña, con los ojos llenos de lágrimas de frustración. “Yo no sabía lo que hacía. Yo le di la fórmula porque él me juró que protegería la patente de un robo. Él me engañó.”

“Eso dilo ante Andrés,” espetó Marta. “Cuando se recupere, si es que lo hace, se dará cuenta de que su cuñada es una ingenua cómplice de traición.”

En ese instante, la puerta principal se abrió con un estruendo. Entró Andrés, pálido, desorientado, con el vendaje aún visible en su cabeza. Detrás de él, el nuevo mayordomo francés gritaba por la irrupción.

“¡Andrés!”, Begoña corrió hacia él, aliviada de verlo de pie. “Estás bien, gracias a Dios. ¿Qué haces fuera del hospital?”

Andrés la miró. Sus ojos no eran los de un paciente confuso, sino los de un juez implacable.

Begoña,” dijo Andrés, su voz era un susurro mortal. “Lo recuerdo todo. Recuerdo a Gabriel. Recuerdo su trato con los franceses. Y recuerdo que le diste la fórmula. ¿Sabías que él me empujó a la maquinaria?”

Begoña dio un paso atrás, el terror la paralizó. “¡No! ¡No, Andrés! Él no… ¡Yo no lo sabía!”

Marta sonrió abiertamente. “Ahí lo tienes, Andrés. Ella lo sabía. Ella fue la que puso la soga al cuello de nuestro padre.”

Andrés ignoró a Marta y se acercó a Begoña. La distancia entre ellos, que una vez fue el límite de un amor prohibido y secreto, ahora era el abismo de la traición.

“No te creo, Begoña,” sentenció Andrés. “Eras su confidente. Su amante. Recibía dinero para destruirnos, y tú le diste la única clave para que pudieran comprar la empresa por una miseria. Yo sé que me querías, Begoña. ¿Cómo pudiste hacer esto con nuestra familia?”

La desesperación de Begoña era total. “¡Él me usó! ¡Pero él no te empujó! ¡Fue un accidente!”

“¡Mientes!”, gritó Andrés, su voz se quebró de dolor. “¡Él lo hizo! Y si lo niegas, es porque sigues protegiéndole. Estás con él, contra nosotros.


Mientras la escena se desarrollaba en el jardín, el mismo Gabriel Montiel, escondido en un pequeño hotel en las afueras de Ledesma, escuchaba la radio. Una noticia de última hora informaba sobre el despertar y la rápida desaparición de Andrés De la Reina del hospital.

Gabriel palideció. Si Andrés había recuperado la memoria, el tiempo de esconderse había terminado. Sabía que la furia de los De la Reina, y especialmente la de Andrés, sería implacable.

En ese momento, Gabriel supo que, a pesar de la fortuna que había ganado con los franceses, la vida que había planeado con ese dinero había colapsado. Tenía que volver. Tenía que intentar explicarle a Begoña su versión de la historia, o al menos, sacarla de la furia de la familia De la Reina.

Agarró su maletín. El dinero de la traición era ahora su único billete de escape, o quizás, su pasaporte a la perdición.

El destino de Begoña y Gabriel ya no dependía de su amor, sino de la terrible verdad que Andrés acababa de recuperar.


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