Sueños de Libertad Capítulo 4 de noviembre (Gabriel deja sola a Begoña y todo se complica)
Gabriel observó el pasillo del hospital, la luz fría y artificial intensificaba las sombras y el olor a desinfectante. Su mandíbula estaba tensa. Había prometido a Begoña que se quedaría, que la apoyaría tras el dramático colapso de su padre, D. Damián, pero la noticia de que su propia fábrica de perfumes había sido saboteada y se enfrentaba a una huelga inminente, lo llamaba con una urgencia brutal.
“Tengo que irme, Begoña,” susurró, su voz baja para no perturbar el silencio opresivo del hospital.
Begoña, pálida y con los ojos enrojecidos por el llanto, levantó la cabeza de las manos. Su mirada era de pura súplica. “No, Gabriel, por favor. No ahora. Mi padre está… está pendiendo de un hilo. Y yo… no puedo estar sola con esto.”
El miedo de Begoña no era solo por su padre. Era por su propia posición en la mansión de los De la Reina. Con su padre incapacitado, las intrigas de su cuñada, Marta, y la frialdad de su esposo, Jesús, se intensificarían. Begoña sabía que si se quedaba sola, la devorarían.
“Es la fábrica, Begoña,” insistió Gabriel, su tono una mezcla de culpa y desesperación. “Si no controlo el sabotaje, si no detengo la huelga, la empresa se derrumba. Y si la empresa cae, caemos todos.”

Begoña se puso de pie, su expresión endureciéndose. “¿Y qué pasa con la familia, Gabriel? ¿Qué pasa con las promesas? Siempre es la fábrica, el dinero, el poder. ¿De verdad vas a dejarme aquí, sola, a merced de Marta y de Jesús en este momento?”
Gabriel sintió el peso de sus palabras. Sabía que al marcharse, estaba traicionando una promesa fundamental. Estaba eligiendo su legado empresarial sobre la vulnerabilidad emocional de la mujer que amaba.
“Volveré,” dijo, agarrando sus hombros. “Te lo juro. En cuanto apague el fuego, regresaré. Cuida a tu padre.”
Sin esperar respuesta, se soltó y se alejó rápidamente, sus pasos resonando por el pasillo. Dejó a Begoña allí, una figura frágil y abandonada, bajo la luz cruel del hospital.
Apenas veinte minutos después de la partida de Gabriel, la situación se complicó de manera aterradora.
Marta, con su habitual aire de superioridad, apareció en el pasillo, vestida con un traje impecable que contrastaba con el desorden de Begoña. Detrás de ella venía Jesús, su esposo, con una expresión de autoridad fría y resentimiento.
“Pero mira qué tenemos aquí,” dijo Marta con una sonrisa viperina. “La gran Begoña, abandonada en su hora de necesidad. ¿Dónde está tu protector, Gabriel?”
Begoña apretó los labios, negándose a mostrar su dolor. “Mi esposo tuvo que atender un asunto urgente en la fábrica. Mi padre necesita toda mi atención.”
Jesús se acercó, su presencia era imponente y amenazante. “Tu padre… mi padre,” corrigió con tono seco. “Ya le he ordenado al personal del hospital que solo yo y Marta tengamos acceso a la información médica. Tú, Begoña, has demostrado ser demasiado frágil e histérica para tomar decisiones serias.”
Begoña sintió cómo el pánico le cerraba la garganta. “¡No puedes hacer eso! ¡Soy su hija! ¡Y soy tu esposa!”
“Eres mi esposa, sí,” dijo Jesús, inclinándose para que solo ella pudiera escucharlo. “Y como tal, te ordeno que vuelvas a casa. Ahora. Deja a mi hermana y a mí que nos encarguemos del patriarca. Tu lugar está vigilando la casa y asegurándote de que no traigas más desgracias a esta familia.”
Marta intervino con voz dulce pero cortante. “Es lo mejor, Begoña. El hospital no es lugar para damas sensibles. Además, Jesús tiene razón. Con papá incapacitado, necesitamos asegurarnos de que el control de la empresa se mantenga en manos competentes.”
La intención de Marta era clara: querían aislar a Begoña, impedir que tuviera información vital sobre la salud de Damián y, por extensión, sobre el control de la empresa de perfumes. La ausencia de Gabriel les había dado la oportunidad perfecta.
Begoña sintió una rabia helada. No podía volver a casa y dejar a su padre solo. Pero resistirse abiertamente a Jesús solo le daría una excusa para ser aún más cruel.
“No me iré hasta que hable con el doctor,” dijo Begoña, firme, a pesar de que su corazón latía como un tambor.
Jesús se rió, una risa desagradable y hueca. “Ya he hablado con él. Es grave. Muy grave. Ahora, no lo repito más.” Él hizo un gesto a Marta y se dirigieron hacia el despacho del médico.
Begoña se quedó sola, una vez más, en el vasto pasillo. Su mente corría. Necesitaba ayuda. Necesitaba que alguien testificara sobre el estado de Damián, alguien que pudiera contrarrestar las manipulaciones de Jesús y Marta.
De repente, recordó a Jaime, el fiel chofer de Damián, que siempre había sido un confidente silencioso de la familia. Corrió al ascensor, con una única misión: encontrar a Jaime y conseguir un aliado antes de que la oscuridad la devorara por completo.
El arrepentimiento de Gabriel se sentiría tarde, cuando descubriera el precio real de haber dejado a Begoña a merced de su propia familia