Damián se derrumba… ¡Andrés ha sobrevivido, pero está en coma! – Sueños de Libertad
La escena que se desarrollaba en la oscura y silenciosa sala del hospital estaba cargada de tensión y angustia. Cada instante parecía arrastrar a los presentes hacia un abismo de incertidumbre que les robaba el aliento. El eco de los pasillos vacíos se mezclaba con el sonido lejano de monitores y máquinas que respiraban junto a Andrés, cuyo cuerpo yacía frágil, atrapado entre la vida y la muerte.
—¿Por qué tuviste que meterte allí, insensato? —susurró alguien con voz quebrada, mientras las lágrimas comenzaban a asomar en sus ojos—. Siempre poniendo la vida de los demás antes que la tuya… Tenías que quedarte allí dentro, en lugar de salir a salvarte… ¿no fue suficiente tu sacrificio? —sus palabras se rompían entre sollozos—. ¿De qué te sirvió hacerte el héroe? ¿De qué sirvió? Nada… nada.
La devastación de la fábrica aún resonaba en su memoria, entre el humo y los escombros, mientras los recuerdos de Víque, perdido en el caos, le golpeaban como un puño en el pecho. Todo parecía irreparable. Y sin embargo, allí estaba Andrés, aún respirando, aún dando una batalla silenciosa que los mantenía en un hilo de esperanza.

—Yo no puedo perderte, hijo —continuaba, con un hilo de voz cargado de desesperación—. No puedo perderte. No puedo permitir que esto suceda…
En medio de ese torbellino de emociones, Doní se acercó, intentando ofrecer un punto de apoyo, una calma que parecía imposible de encontrar.
—¿Cómo está? —preguntó con cautela, midiendo cada palabra, consciente de que en este lugar cualquier frase podía ser un balde de agua fría o un leve consuelo.
—Acaban de traerlo de reanimación —respondió, con la voz cargada de preocupación contenida—. Lleva toda la noche en vela, y no puedo apartarme ni un instante de su lado. No puedo… no puedo dejarlo, incluso aunque mi cuerpo implore descanso. Necesito estar aquí, esperarlo, acompañarlo, mientras despierte… si es que despierta.
El tiempo parecía dilatarse y comprimirse a la vez. Cada minuto transcurrido en esa habitación tenía la intensidad de horas, y el ritmo de los monitores se convertía en un recordatorio cruel de la fragilidad de la vida. Luz, la médica encargada, se acercó con pasos medidos, intentando transmitir serenidad aunque sabía que ninguna palabra podría aliviar la angustia que consumía a quienes amaban a Andrés.
—Me acabo de cruzar con el equipo médico que le operó —dijo Doní, intentando recabar información con esperanza contenida—. Hablé con ellos después de la intervención, pero… no entendí nada de lo que me dijeron, solo que no hubo cambios inmediatos tras la operación.
Luz asintió, consciente de que debía explicar las cosas con la mayor claridad posible, pero también con delicadeza, pues cada palabra podía ser un peso insoportable.
—Así es —respondió—. Está estable. La intervención salió como se esperaba, y aunque no hubo cambios inmediatos, no significa que las cosas vayan a empeorar. Es un signo positivo.
Doní, sin embargo, no podía dejar que la formalidad médica disfrazara la preocupación de la verdad que su corazón exigía.
—Bueno, ¿y eso qué significa exactamente? —preguntó con voz temblorosa, sus ojos buscando una respuesta que calmara su tormento interior.
—Significa que está estable, que está fuera de peligro inmediato y que tiene posibilidades de recuperarse —dijo Luz, tratando de equilibrar esperanza y realismo—. Pero no puedo decirle con certeza cómo evolucionará, ni cuánto tiempo tardará. Puede ser un proceso lento. Incluso puede durar días… o semanas… o meses.
El silencio cayó sobre la habitación como un manto denso. Cada respiración era un recordatorio de la fragilidad de ese hilo que sostenía la vida de Andrés. Doní no podía aceptar la indefinición, la espera interminable que amenazaba con desgarrarlo desde dentro.
—Por favor, Luz… no me hables como un médico —suplicó, con la voz quebrada y los ojos húmedos—. Se trata de Andrés, no de estadísticas ni protocolos. Quiero saber si va a volver con nosotros, si realmente estará bien.
Luz se acercó más, con un gesto cálido que contrastaba con la frialdad de los términos médicos, buscando transmitirle que estaba siendo sincera y que comprendía su dolor.
—Eso nadie puede asegurarlo —dijo—. Lo que podemos hacer es esperar, observar, y acompañarlo en cada paso del proceso. Él está en coma… y mientras esté así, no sabemos cómo reaccionará al despertar. Podría hacerlo en unos días, podría tardar semanas. Incluso podría cambiar completamente.
Doní respiró hondo, intentando contener el miedo que lo dominaba. Cada palabra de Luz era un ancla y, al mismo tiempo, un recordatorio de la incertidumbre que enfrentaban.
—Dime la verdad, por favor —insistió—. Necesito escucharla.
—Se la estoy diciendo —respondió Luz con firmeza—. Confía en mí. Esto es lo que la ciencia y la medicina pueden ofrecer en este momento. No hay más certezas. Ni siquiera los médicos, por más que quisieran, pueden predecir el despertar de Andrés ni la recuperación completa de su cuerpo y mente.

El ambiente estaba cargado de un silencio pesado, roto solo por el suave pitido constante de los monitores y el respirador que acompañaba a Andrés. Cada instante parecía un pequeño triunfo, cada respiración un milagro. Doní se sentó junto a la cama, tomando la mano de su hijo con fuerza, sin soltarla, como si el contacto pudiera transmitirle su voluntad de sobrevivir.
La noche avanzaba lentamente, mientras la ciudad seguía su curso ajena a la agonía contenida entre aquellas cuatro paredes. Cada sombra, cada rayo de luz de los monitores, se mezclaba con la desesperación y la esperanza, creando un espacio donde el tiempo parecía haberse detenido. Allí, solo existían Andrés, su cuerpo inmóvil, y la promesa de quienes lo amaban, aferrándose a cada respiración, a cada latido que demostraba que aún estaba allí, luchando contra lo imposible.
Doní cerró los ojos un instante, dejando que la tensión bajara ligeramente de sus hombros, mientras murmuraba palabras de ánimo que solo él podía escuchar, palabras que flotaban en la habitación como un conjuro silencioso:
—No te vamos a perder… no mientras podamos hacer algo por ti… Aguanta, hijo… Aguanta.
El amanecer aún estaba lejos, y la incertidumbre seguía en el aire, pero en aquel momento, un pequeño hilo de esperanza se mantenía vivo, el mismo hilo que sostenía a todos los presentes en pie, esperando que la próxima respiración de Andrés trajera consigo la certeza de que la vida siempre encuentra un camino.